Mientras el árbitro Megía Dávila mandaba a los jugadores al vestuario un minuto antes del final de la primera parte, volví a sentir vergüenza por el comportamiento de los jugadores del Valencia, increpando a Scaloni por aprobar la decisión del colegiado de suspender el partido por la agresión a su compañero. Pensé en qué habría pasado si hubieran alcanzado a un jugador del Valencia en Riazor.
Inmediatamente después, la vergüenza siguió en aumento al escuchar al presidente del Valencia decir, muy digno él, que haría lo necesario para que no le cerraran el campo y que eso era una provocación a su afición, a la que otorgó el beneficio de la duda (más bien dijo que podría haber sido alguien del Deportivo). Sólo le faltó decir que el asistente estaba fingiendo.
Una vez que se confirmó que no se iba a seguir, el público de Mestalla (el mismo que no señaló con el dedo al que tiró la moneda) decidió concentrarse en el exterior del estadio para amenazar al árbitro con gritos de "no vas a salir", rebatiendo a su propio presidente, que la calificaba de ejemplar. La vergüenza fue convirtiéndose en asco.
Más vergüenza y más asco aún al oir a un periodista de la talla de José Ramón de la Morena abrir El Larguero con una retahíla de insultos al árbitro por no atreverse a seguir siendo el blanco de asesinos en potencia. Eso sí, condenando de pasada al cafre de la moneda, para tener la conciencia tranquila y poder darle un par de palos más a Megía.
Y cuando todo parecía más calmado con la llegada del nuevo día, la vergüenza volvió al leer al director del diario As, Alfredo Relaño, que basándose en que el fútbol debe estar por encima de los violentos y que esto ya ha pasado antes sin suspensión, también aprovechaba para darle lo suyo al árbitro, que encima no tuvo en cuenta que no hay fechas para jugar el tiempo que falta de partido, el muy desconsiderado.
Total, que un tarugo ha dado otro argumento más a los que dicen que el fútbol es para descerebrados y algunos de los que rodean a este deporte no han hecho sino confirmarlo. A ver cómo defendemos ahora que esto es sólo un juego cuando se anteponen intereses personales de los secundarios a la seguridad de los protagonistas.
Por suerte, siempre nos quedará Cádiz.
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